jueves, 4 de julio de 2013

Doñana (VI). La Saca de las yeguas.


Amanece un nuevo día en El Rocío. Como todas las mañanas la luz se estampa contra las fachadas de cal y el sol comienza a calentar el arenal de las calles aún solitarias. Se avecina una jornada extremadamente calurosa, anuncian, otra vez, temperaturas por encima de los 40º C. Como todas las mañanas, una ligera brisa proveniente del cercano mar hace temblar las hojas de los árboles. Como todas las mañanas, desde siempre, los aldeanos se desperezan en sus hogares al olor del café y la tostada con aceite. Sin embargo, hoy no es un día como otro cualquiera. Algo se respira en el ambiente que indica que hoy es el día, el gran día. La aldea, sus calles, sus plazas, sus casas, sus vecinos, se preparan para la fiesta más señalada del calendario, junto con la romería de la Virgen de la Blanca Paloma. Hoy es 26 de junio, hoy es la Saca de las Yeguas. 

Apenas recién desayunado, empiezo a notar los primeros atisbos del calor anunciado.   Recorro el pueblo en dirección a la calle Sanlúcar, y las primeras gotas de sudor ya resbalan por mi espalda. ¿Será el calor, el café o quizás los nervios incontrolados ante tan magna expectativa? Será un poco de todo. Lo que sí es cierto es que se palpa en la atmósfera que hoy va a ocurrir algo único. Se siente que, para estas gentes, lo que va acontecer tiene un valor muy importante y así lo demuestran. Las mujeres, concentradas y ensimismadas, riegan a manguerazo limpio las puertas de sus casas, refrescando y prensando el terreno. El olor a tierra mojada me reconforta. Los hombres más ancianos observan pacientes a la sombra de los porches, con sus gorrillas caladas hasta las cejas. Jinetes a caballo van y vienen al paso por todos los lados, examinando desde la altura que da el caballo los mínimos detalles del recorrido. Mientras, el lugar va adquiriendo concurrencia, se va nutriendo cada vez más de personas: turistas que se colocan bajo árboles de escasa frondosidad, lugareños que se sientan a las puertas de sus casas o aguerridos hombres, inocuos al sol, que deciden apoyarse en los palenques con una pajita en la boca. Todos esperan con emoción el momento. Y es que hoy es La Saca.
Desde hace aproximadamente 500 años se viene cumpliendo con la tradición. Todos los 26 de junio los ganaderos de Almonte recogen a sus animales. Se desplazan unos días antes con todo lo necesario a Doñana. Carros y carretas parten en busca de las yeguas. Éstas han estado durante el año viviendo en completa libertad allá en la soledad de la marisma. Ahora es el momento de agruparlas y conducirlas, junto con sus potros nacidos en primavera, hasta el pueblo de Almonte. Allí éstos serán herrados a fuego y vendidos en la feria anual de ganado. En su camino pasarán por la aldea de El Rocío y harán parada en la plaza frente a la ermita, para recibir la bendición de la Virgen. Es esta fiesta, sin duda, una de las más ejemplares de la etnografía española, donde se respira tradición y emoción por los cuatro costados. Como dicen por aquí, "esto tiene un arte que no se puede aguantar y los caballistas, unos fenómenos". 


Así pues, aquí nos encontramos. Apostado ya en un lugar privilegiado, a la sombra y en compañía de gente alegre y generosa. Un hombre me ofrece un aguardiente hecho a base de anisete y agua, envasado en una botella de plástico. "¿Un bushito? Tá frezquito". Son las diez de la mañana pero la sed y su acento amable me convencen. Mmm, está bueno. La espera se hace larga. En la explanada que precede a la calle se arremolinan los primeros caballistas, con sombreros de paja de ala ancha, con gorras camperas de visera corta, con sus botos de Valverde del Camino y camisas remangadas. Portan una vara larga que aquí llaman "chivata" y que sirve para arrear y dirigir al ganado descarriado. Una carreta engalanada tirada por dos percherones pasa frente a mí. Sus ocupantes van vestidos de punta en blanco: morenas andaluzas con el pelo recogido y miradas profundas, jóvenes fornidos y bien parecidos lucen orgullosos sus mejores prendas de campo. Pero parece que se acerca la caballada. Efectivamente. El primer grupo hace su entrada en la explanada conducido por los yegüadores en un sin fin de relinchares y arreos. Vienen del campo, de esa naturaleza indómita que es Doñana. Vienen de galopar en libertad por las aguas someras de la marisma, vienen de pastar en la vera bajo la luna de poniente, de parir a sus retoños bajo los viejos pinos piñoneros. Y ahora se enfrentan al hombre, a su poder domesticador, a la sumisión del más fuerte.  Las yeguas, junto a sus potros, comienzan a dar vueltas en círculo desorientadas. Su salvajismo empieza a ser troquelado. Este es el primer paso antes de enfilar la calle, un estrechamiento que, por otra parte, se antoja complicado. Otro grupo más numeroso hace su entrada y se une al primero. Son decenas de caballos los que están delante. Los potros no se separan de sus madres trotando al lado de sus tripas, el polvo emerge del suelo como el humo y lo envuelve todo mientras los pastores en sus monturas controlan el rodeo. Una yeguada más entra en acción. Ésta, sin duda, es la más numerosa. Ahora el número sobrepasa el centenar. Más jinetes, más potrillos, más caballos. Todos en círculo esperando el primer arranque hacia la calle principal. 


El primer intento es fallido, ante el murmullo y los gritos de la gente. La primeras yeguas han hecho ademán de tomar el camino hacia la plaza, pero en un segundo y con un parón en seco han renunciado a ello y dan marcha atrás. La expectación es máxima. Algunos comentan la jugada y dan su opinión de cómo tiene que hacerse. Otros no pueden contener suspiros de emoción. Un hombre que tengo al lado grita: ¡recortad! ¡recortad! Otra señora cercana exclama: ¡mira Manolo, mira! Yo, por mi parte, estoy atónito. Nunca había visto tanto caballo junto, tanta belleza concentrada, jamás había sentido una emoción igual. La fuerza del acontecimiento me abruma. 

Y estos sentimientos todavía se incrementan cuando, ahora sí, ahora las primeras yegüas enfilan la calle hacia la plaza y tras ellas todas las demás, animadas por los arreos de los yeguadores y la aclamación general. Una nube de polvo camufla las siluetas en la distancia, un intenso olor a caballo penetra por la nariz y el calor lo concentra. Los potros perdidos en la confusión llaman desesperadamente a sus madres y éstas responden con relinchos que parecen de ultra tumba. En la entrada a la calle, justo frente a mí, se forma un embudo y la manada queda encajada por un momento. Casi puedo tocar las crines de las madres que buscan a sus potrillos mientras se zafan en el tumulto con cabezadas y coces. La algarabía es máxima, los jinetes con sus chivatas reconducen la situación, la gente jalea la circunstancia y los flashes de las cámaras se disparan. El suelo retumba al paso en galope de toda la caballada. Cientos de yeguas pasan frente a mí con un sonido que me inmoviliza y me deja extasiado. Uno de los caballistas que viene en la retaguardia divisa a un potro ya abandonado y con un increíble movimiento lo agarra del cuello y lo sube a su silla sin descabalgar. Éste, con los últimos jinetes, se pierde en la nube de polvo calle abajo, en compañía de los relinchos que ya, también, se van diluyendo hacia la plaza.




El espectáculo ha sido grandioso. Un episodio lleno de emoción, ternura y salvajismo que guardaré en mi memoria como el mayor de mis tesoros. 
Pasado el desenfreno ecuestre y el entusiasmo de la maravillosa saca, el corazón todavía me palpita rápido. Me acerco al señor del aguardiente y le pido un trago. Él, como si me conociera de toda la vida, me echa una sonrisa y me responde: ¡Ea! ¡Tá frezquito!








jueves, 27 de junio de 2013

Doñana (V). La marisma



Dispuesto a encontrar la más variada avifauna, a escuchar los cantos y reclamos de fochas, ánades o flamencos, a observar la fiesta del agua y la vida, me asomo a la marisma, el ecosistema más identificativo de Doñana. Y he ahí mi desilusión cuando descubro un simple espacio abierto seco como un barbecho. Ni rastro de acuáticas, el más sepulcral de los silencios y apenas la figura de un milano real tan decepcionado como yo. Es sin duda la época del año la causa de tal circunstancia. Su terreno arcilloso actúa como impermeable en la época de lluvias facilitando la inundación. Pero estamos en junio, sufriendo una de las olas de calor más intensas de los últimos años; las temperaturas sobrepasan los 40º C a la sombra en las horas centrales del día y el invierno ha sido poco húmedo. Por tanto, la marisma ahora no lo es, ni siquiera es una pequeña charca superviviente que remoje las gargantas de los más sedientos. No obstante, el ciclo vital de las especies que habitan aquí está perfectamente adaptado a esta dinámica tan particular. Así por ejemplo, gallipatos, cangrejos, camarones o carpas, que mueren también con la muerte de la marisma, depositan sus huevos bajo la arcilla aún húmeda, a una profundidad de unos 5 cm., suficiente para sobrevivir aletargados el largo verano y poder eclosionar con la llegada de la primavera y las inundaciones. Se dice entonces que estas especies "estían" y mediante este proceso el milagro de la vida se reproduce cada temporada. Estos nuevos peces, anfibios y moluscos servirán de alimento a multitud de aves invernantes procedentes, la mayoría, de la vecina África. A la espera de esas ansiadas aguas este, por el momento, es un terreno irrelevante que no alberga ninguna expectativa de exploración para el viajero.

La Vera
Sin embargo, en el límite de esta soledad, bordeando la duna antes vista, crece un vergel, una franja larga de vegetación fresca que permanece exultante e insultante en contraste con su vecino territorio. Es La Vera. Un ecotono, mezcla de dos ecosistemas diferentes, en este caso la marisma y la duna, que salpica el paisaje animándolo con su color y sus habitantes. Las dunas actúan sobre los cursos de agua subterráneos absorbiéndolos como una esponja. En la confluencia de la duna con la marisma, la arcilla de ésta impide que el agua de la duna escape, reteniéndola durante largo tiempo. Esta humedad genera una franja siempre verde que reúne a numerosa fauna sobre todo en la época estival. Ahí están comiendo buen pasto gamos y ciervos pero sin duda hasta aquí se acercarán también para disfrutar de alimento y frescor zorros, jabalíes y linces. Yo me fijo en una vaca muy particular que está paciendo en el lugar. Es la vaca mostrenca, una raza autóctona de Doñana. De variados tamaños, la capa más típica es la colorada, aunque son también muy corrientes las negras, castañas, jaboneras, rubias, cárdenas y sardas, en la mayor parte de los casos con manchas blancas de diversos tamaños. Entre los rasgos más distintivos destacan los grandes crotales que portan de sus orejas con los que los ganaderos marcan sus reses. Su carne es muy apreciada por su textura y sabor y yo doy fé de ello tras haberla probado en un restaurante afamado de El Rocío. Viéndola entiendo el apelativo de mostrenca, pues no es muy agraciada la pobre, más la veo cierto parecido con el cebú. 


Vaca Mostrenca
Yegüa Marismeña

Cerca de ella pastan también otra de las especies características de Doñana: la yegüa marismeña. Caballos semisalvajes que crían en este entorno a sus potros y reconocida como raza de caballo en peligro de extinción. De formas redondeadas, cuello arqueado y mediana alzada su principal característica son sus cascos más anchos de lo normal, lo que le facilita el tránsito por estos humedales sin llegarse a hundir demasiado. Este caballo rústico es el protagonista de una ancestral fiesta que ocurre todos los 26 de junio: la saca de las yegüas. Por cierto, hoy es veinticinco. Mañana es el gran día.
Cuando cae el sol en la playa vuelvo mi última mirada a Doñana. Dejo atrás el último reducto natural del continente europeo.  Su mar virgen, su exclusiva vegetación, la magia de las dunas móviles, la marisma ausente. Su fauna mimada, su historia memorable, un cosmos de biodiversidad único. 





miércoles, 26 de junio de 2013

Doñana (IV). La duna



Terminas de subir el último desnivel del terreno y te encaramas jadeante a lo alto de la loma, acompañado de un calor que hace sudar, no sólo a uno mismo sino también a lavandas y jaras, que perfuman el aire con dulces fragancias. Es entonces cuando te percatas de que, efectivamente, has ganado altura. La suficiente como para divisar todo el interminable azul del océano y la inmensidad dunar que se expande ante tus ojos. Montículos ondulados de arena blanca se suceden por todo el campo de visión como si hubieras aterrizado en el mismísimo desierto de Namibia. Este entorno está situado a las puertas de África, su influencia aquí se deja notar, no sólo por la avifauna y flora existente, por su clima o por su paisaje, sino más aún sin cabe, por su atmósfera salvaje, su recóndita soledad y su exotismo natural. La imponente quietud no es tal si consideramos que éstas son dunas móviles que avanzan implacablemente con la fuerza del viento, engullendo todo lo que se pone por delante. Este fenómeno genera lo que se llaman "corrales", cuando los pinos y demás árboles de la zona, entre ellos el enebro (Juniperus macrocarpa), son enterrados por las voraces arenas. El empuje del viento provoca un lento pero constante avance de la duna hacia el interior. Los "trenes dunares" se tragan a su paso matorrales y plantas diversas y abrazan los troncos de los árboles hasta besar sus copas. Sólo una presión menor del viento cuanto más hacia el interior y una cobertura vegetal más espesa que hace fijar la arena, frenan la expansión. Tras su paso aparecen esqueletos de árboles secos, plantas mutiladas por la invasión convertidas en fósiles, restos leñosos de la destrucción. Postal gris que denominan "campo de cruces". Esta es la fuerza de los elementos que moldea y transforma el paisaje, naturaleza viva e indomable. 


Pino tumbado por la fuerza del viento

También nosotros sucumbimos a ella, a la potencia de un huracán, a la tremenda erupción de un volcán, al devastador tsunami. Pero también a sus perfumes embriagadores, a su cautivadora belleza y a su calma renovadora.
El sol sigue testarudo y en estas altitudes la piel se resiente. Aunque la brisa marina mitiga la sensación de calor es hora de abandonar este desierto e ir en busca de un nuevo paraje más benigno para mi epidermis si no quiero que quede abrasada. Tras inspeccionar las huellas impresas en la arena dejadas por alguna culebra o víbora del lugar, una última mirada hacia el Atlántico, hacia su horizonte infinito; y otra mirada hacia el interior, imaginando descubrir alguna antigua caravana bereber. Y con estas ensoñaciones me retiro, encaminando mis pasos hacia el último de los biotopos de Doñana: la marisma.


Corral






martes, 25 de junio de 2013

Doñana (III). El coto


Remontando el curso del Guadalquivir por su orilla oriental nos introducimos de lleno en el Coto de Doñana. Dejamos atrás el espacio abierto de la playa, sus olores a yodo y mar, el brillo del sol implacable y, en dos pasos, nos cobijamos a la sombra de un bosque de pinos piñoneros donde los aromas a tomillo y romero evocan a tierras interiores. La diversidad botánica de este entorno es digna de apreciar. Además de estas leñosas podemos encontrar otras muy particulares que reafirman el valor ecológico de este lugar. Por ejemplo, el jaguarzo (Halimium halimifolium), arbusto de flor amarilla con punto negro en sus pétalos que actúa de reclamo con los insectos polinizadores. El almoraduz (Thymus mastichina), de la familia de los tomillos, también llamado tomillo blanco o mejorana de monte. El palmito (Chamaerops humilis), palmera arbustiva de hasta 4 mts. de altura que forma abanicos con sus peciolos espinosos y que gusta de terrenos secos y arenosos como este. Doñana disfruta de un clima mediterráneo, con inviernos relativamente húmedos y veranos secos y calurosos, pero la influencia del clima oceánico se hace patente en la inmensa variedad de flora. Por eso a cada paso reconozco cantuesos, tojos, lentiscos, alcornoques y enebros. Con el fruto azulado de este último se elabora la ginebra y, como dicen por aquí, por eso hay que conservarlo... por los gin-tonics.  


Pino piñonero

Palmito
Lentisco

El Coto, desde la antigüedad , ha sido el lugar de asentamiento preferido para todos aquellos que llegaban hasta aquí. Todavía hoy hay quién se resiste a abandonarlo pese a las presiones conservacionistas. El Poblado de la Plancha se mantiene como ejemplo de lo que fue en otro tiempo morada de ganaderos, apicultores y pescadores. Gentes rudas y afanosas, dotadas de una indestructible voluntad de supervivencia propia de la prehistoria. La recolección de piñones, la caza, la fabricación del carbón, quehaceres ancestrales que se rescatan de la memoria al contemplar e indagar en estas construcciones arcaicas. Son chozos cubiertos de materia vegetal que se hincha cuando llueve y permite cocinar en su interior. Están agrupados en lo que se denominan "ranchos" y éstos configuran el poblado. El territorio de Doñana se asienta en uno de los acuíferos más importantes de España, el acuífero 27, y éste genera cursos de agua superficial, arroyos que aquí llaman "caños". Los antiguos moradores acostumbraban a hacer "zacallones" o charcas naturales excavando el terreno hasta llegar al nivel freático, consiguiendo que el agua manase de forma natural. Aquellas gentes, sin duda, eran las auténticas sabedoras de los secretos mejor escondidos de Doñana.


Chozo



Jabalí
Siguiendo el camino entre altos fustes de piñoneros y a la sombra de sus globosas copas que mitigan en parte el calor, llego al Palacio del séptimo duque de Medina Sidonia, construído en el s. XVI para su esposa Doña Ana de Mendoza y Silva como residencia y pabellón de caza. Es desde este momento como se empieza a denominar al lugar Coto de doña Ana. El palacio rompe con la inercia del pensamiento que traemos del poblado. Los usos arcaicos y tradicionales en los que estaba centrado, me cambian bruscamente al contemplar este edificio y te arrojan de súbito a la pomposidad renacentista y aristocrática. Imagino suculentos venados en mesa y mantel, fiestas y recepciones de alto rango, intrigas y escarceos en los aposentos. Sin embargo, de aquello nada queda sino el recuerdo y la imaginación. Ahora los ciervos campan a sus anchas sin peligro, los jabalíes hozan el terreno sin ningún recelo y el  lujo que se observa es el de algún que otro visitante de postín con atuendo más propio de las noches de Montecarlo que de un día de campo. Impactado por esta estampa huyo hacia la inmensidad dunar para perderme en el silencio y la soledad  de otro ecosistema único.


Ciervo





martes, 18 de junio de 2013

Doñana (II). La playa


Coquinero
Cuando el sol ilumina estos lares, la luz constituye un elemento primordial para el visitante. Ensalza aquello que toca tanto si es al amanecer, cuando las flores despiertan con un brillo dorado, como en las horas centrales del día, cuando las olas del mar parecen lascas de plata, como también al atardecer, cuando la playa se vuelve naranja. Con el primer sol de la mañana nos adentramos en este paraíso natural para descubrir sus conocidos rincones y los ecosistemas que lo configuran: La Playa, El Coto, Las Dunas y La Marisma. 


Gaviotas

En el primero de ellos el mar nos recibe en calma, con olas melosas y lentas que rompen en una arena fina. Esta bajamar es aprovechada por los coquineros, gremio ancestral, que desde las primeras horas del día se afanan en recolectar un manjar de la zona que se come como pipas: la coquina. Yo veo como lo hacen desde la distancia, sin molestar, al igual que las gaviotas patiamarillas y de Audouin (Larus audouinii), esta última, una de las más raras del mundo, que tiene en esta playa uno de los escasos lugares de nidificación de la costa peninsular. La playa virgen continúa frente a mí por decenas de kilómetros, aislada del progreso y preservada de injerencias humanas. El reflejo del sol dibuja un camino resplandeciente hacia el horizonte en la superficie del agua. Quién sabe, quizás  desde aquí se llegue hasta el cielo, quizás sea esta la puerta que comunica con otros mundos, tal vez estemos cerca de la sumergida Atlántida como argumentan algunos investigadores ó bajo el influjo de Tartessos, civilización que se cree se estableció aquí en el s. X a.C. Quién sabe. Yo, por el momento avanzo y dejo atrás Torre Carbonera, una antigua fortificación para defenderse de ataques piratas y donde ahora anida una pareja de halcón peregrino (Falco peregrinus). Yo veo al macho posado en la almena, vigilante como un corsario en el palo mayor de un navío. Llego hasta la desembocadura del Guadalquivir. Éste se muestra aquí espléndido, mide más de 1 km de ancho y tiene 18 m. de calado, así pues es navegable aunque se precisa de cierta habilidad técnica para remontarlo. De hecho se puede divisar un antiguo barco encallado que han mantenido en la zona como aviso a navegantes. El "barco del arroz" lo llaman, por el cargamento que se echó a perder tras tocar fondo. El barco sufrió una grieta al encallar que provocó una vía de agua. El arroz se fue inflando poco a poco hasta que reventó el casco. Se dice que los peces estuvieron comiendo paella durante meses. Es en este punto donde nos desviamos, frente a San Lúcar de Barrameda (Cádiz), para internarnos en el Coto y sus dunas, otro de los maravillosos ecosistemas de Doñana.


Doñana (I)

El termómetro del coche marca 42º C cuando entramos en la aldea de El Rocío. Son las 4 de la tarde del mes de junio y hemos llegado en plena ola de calor, un calor sahariano que ha invadido la mitad peninsular y ha envuelto todo de una calima asfixiante. No se ve un alma, las calles de arena fina hacen difícil avanzar con el vehículo y a cada acelerón se levanta un polvo como el de una diligencia de seis caballos. Esa es la sensación, la de un pueblo del lejano oeste, largas calles anchas flanquedas por casas blancas de una y dos alturas, con ventanas con rejas de forja y balcones enmarcados en color albero, soportales cubriendo la planta baja y palenques a la entrada para atar los caballos. Al fondo la ermita de la Virgen que da nombre a la aldea se yergue presumida en su plaza. Imagino a Gary Cooper y John Wayne haciendo sonar sus espuelas, con las manos en sus cartucheras. Cuando salimos del coche el calor es sofocante, un gato sestea a la sombra de un acebuche y un hombre solitario canturrea fandangos bajo el porche de su casa mientras nos mira con indiferencia. Con el ceño fruncido buscamos la cantina para echar un trago y preguntar por hospedaje. Sin embargo, aquí no encontramos ni al bueno, ni al feo y ni al malo, sino a personas amables y cercanas con la gracia especial del sur. No estamos en Texas ni en Nuevo México, estamos en la Andalucía más meridional, allí donde el Guadalquivir se funde con el Atlántico, donde sus habitantes mantienen las tradiciones arraigadas desde hace siglos, donde un mosaico de ecosistemas confluyen para dar cobijo a especies únicas de fauna y flora, donde la biodiversidad se ejemplifica en su máximo nivel haciendo de este territorio uno de los enclaves naturales más importantes de toda Europa. Tras un largo viaje, por fin hemos llegado, dispuestos a descubrir esta naturaleza única. ¡Adelante!

El Rocío


miércoles, 13 de marzo de 2013

Alto Tajo


Las nubes oscuras de septiembre ganaban terreno al sol y apenas sus rayos podían colarse entre los fustes de los pinos laricios. Entre ellos, acompañándolos en la umbría, quejigos, robles y sabinas descansaban aliviados tras un largo estío. A lo lejos, allá en la cárcava, la ermita de la Virgen de la Hoz quedaba cerrada y en silencio después de festejos y romerías. El bosque callado se abría a mis pasos y me enseñaba una vereda que subía desde el Tajo. Aquí el río no es ese portugués ancho y poderoso que se funde con el atlántico, ni siquiera ese que transportara en otro tiempo la maderada hasta Aranjuez. Es solamente un río, estrecho y tranquilo, con aires de grandeza pero discreto, con aguas limpias recién nacidas donde nada la nutria y pozas poco profundas quietas y calladas. Paralelo a este curso me aventuro, en lo más profundo de la hoz, acariciando con los dedos un maravilloso bosque de ribera, solo, conmigo mismo y con una naturaleza salvaje exuberante. Pienso en los corzos del día anterior, en los ciervos que pastaban al amanecer en la pradera y en los buitres siempre vigilantes desde las alturas.




Alto Tajo


La caída de la tarde llegaba con un silencio sordo y yo apremiaba el paso para que no me sorprendiera la noche. Aunque mi yo más irracional insistía en quedarse un poco más, toda la vida si fuera posible, en este cosmos de salvajismo. Cuando, de pronto, un extraño gruñido me despierta de mis elucubraciones y me alerta en dirección al río. Es un sonido grave, profundo, que hace temblar el suelo que piso. Imagino un monstruo enorme y feroz, un arcaico troll surgido de las profundidades. El chapoteo que provoca en el agua me dice que está muy cerca. Otro gruñido. Igual de profundo, siniestro, esta vez detrás de mí. La situación se torna incómoda. La vereda, empinada ya hacia arriba, se ha estrechado y a un lado está el río y a otro un talud de dos o tres metros de altura por donde no hay salida. Mi camino se antoja bien de retroceso o bien hacia delante. Cualquiera de las dos opciones son en dirección a aquellos oscuros sonidos. Me armo con una rama gruesa y robusta que escojo con celo, y a modo de parapeto la expongo hacia el frente al tiempo que avanzo despacio. Para este momento ya había olvidado la idea de disfrutar toda la vida en este paisaje, lo único que quería ahora era escapar de ese animal inmundo que me cortaba la respiración. Otro paso hacia adelante, otro gruñido y de pronto... a pocos metros de mí, una jabalina salta al camino y echa a correr vereda abajo. Un jabalí! En ese mismo instante, sin tiempo para volverme, otro enorme jabalí se abalanza hacia mí, buscando sin duda el mismo derrotero que la hembra. Su embestida me roza los pantalones y puedo comprobar que su grupa me llega hasta la cintura. A la carrera huyo hacia arriba, sin mirar atrás, con la sensación de que me persiguen, que trotan maltratando el piso en busca mía, con el corazón a punto de salirme por el gaznate, rodeado de vegetación y soledad. El sudor me corría la nuca cuando llegué al pueblo. No era agotamiento, era  miedo. En ese silencio campero que siempre precede a la noche tronaban en mis oídos los gruñidos de aquella bestia, porque era grande, muy grande, con un cuerpo hirsuto de color gris oscuro. El jabalí más grande que he visto en mi vida. Cuando entré en casa ni el confortable calor del fuego encendido mitigó el susto que traía pues las piernas todavía me temblaban.


Jabalí